Esa noche la tormenta prometía arrasar con todo lo que encontrara a su paso. Mientras se desecadenaba con toda su furia nos enfrentamos a un fenómeno al que no estábamos acostumbradas y mucho menos preparadas.
Las niñas comenzaron a inquietarse. Cerramos las cortinas para no ver,los árboles parecían querer sacar sus raíces de la tierra para terminar en caída libre, las fuertes ráfagas de viento se llevaban cuanto objeto encontraban a su paso.
Nos sentamos en familia alrededor de la mesa amparadas bajo la tenue luz de una vela y el techo de nuestro hogar. La más pequeña de mis niñas propuso hacer una oración y con voz potente recitó:
-Amado padre del cielo, que la tormenta se pare ahora!( A modo de orden).
Los fuertes vientos aumentaban su velocidad, no tenían clemencia y hacían oídos sordos a las súplicas El temor se potenciaba en ellas. Comenzaron a cantar con vos angelical pretendiendo opacar el feroz rugido.
La ternura que me provocaron estas valientes criaturas conmovió mi alma, un impulso, producto del mismo temor quizás, me obligó a acompañarlas y a pesar de que todo empeoraba, ellas continuaron.
Enormes piedras de hielo descendían como granadas, prometiendo con las ráfagas, arrebatarnos el techo. El vendaval , que la madre naturaleza herida por la devastación y la negligencia había desatado, no perdonaba.