Ella bailaba envuelta en mágicos pentagramas, que se desprendían en cada soneto.
Bella, clásica bailarina, gozaba de su melodiosa esclavitud. Sujeta de pies y manos, cual marioneta, a las cuerdas de la polifonía nacidas del magistral universo de su amado pianista, le permitía a su cuerpo ondularse.
Ella era su inspiración, su musa. Almas gemelas conectadas desde la eternidad y por la eternidad.
Bajo la sombra de una pérgola. Donde se abraza fielmente el rosedal, teñido de rojo carmín, tocó las más dulces melodías que cortejaban a su pasión.
Más de cien años pasaron después de su último adiós.
El sonar de su piano viaja con el viento. Las teclas resuenan al mando de sus dedos poseídos, víctimas del más tierno hechizo de amor.
Nadie lo ve, pero todos pueden oírlo.
Bajo la pérgola cada cien años ella regresa a danzar para él.
La tinta del caos.
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