Noche de vigilia pascual, el párroco de la iglesia de mi pueblo no tuvo mejor idea que realizar el vía crucis, esa noche, recorriendo el antiguo cementerio que se encontraba a cientos de metros del poblado.
Yo no quería saber nada con asistir, pero mi abuela, vieja rezongona y ferviente admiradora de todos los santos, no reparó en tomarme del brazo y acusarme a punta dedo de adoradora del diablo y de todos los infiernos.
En ese momento, no sé si tuve más miedo de que terminara por darme una tunda, si continuaba con mi rebeldía, que temor de que el mismo satanás me llevara de "las patas" -como ella le decía a las piernas- esa misma noche mientras dormía.
Ya ni sé en qué momento, pero me cazó fuerte de las orejas, me llevó frente al fregadero, me lavó la cara con jabón blanco, mientras yo cerraba fuerte los ojos para que no se me metiera la espuma adentro y luego se me irritaran, pero mucho no pude evitarlo.
Tomó un viejo trapo que hacía de toalla - la economía de la nona no era muy buena en ese entonces como para andar comprando, así que reciclaba- me lo restregó por el rostro y las orejas para secarme. Luego buscó el peine colita del abuelo y me peinó dos trencitas a los costados, tan tirantes que me dejaban los ojos chinos. A las cachetadas me aplastó el flequillo, me lanzó una terrible mirada estirando hacia abajo su ojo derecho con la punta del índice como señal de advertencia.
Y así salí de la mano con ella, las trencitas, los ojos chinos y colorados, irritados por el jabón, un vestidito manga campana que le pertenecía a mi madre cuando era niña, de esos que ya nadie usaba terminando los '80.
Caminamos aceleradas hacia el cementerio, ya que llegábamos tarde si no nos dábamos prisa, como que me llevaba a la rastra la vieja. Vieja pero ligera de andar.
Al fin llegamos, allí estaba el párroco del pueblito con una veintena más de viejas santurronas que lo seguían a todas partes, esperándonos ansiosas para dar inicio al vía crucis. Pero faltaba alguien, Antonio el sepulturero quién debía preparar el cementerio para evitar que alguna persona cayera de improviso a una fosa durante el recorrido. No estaba, brillaba por su ausencia. Es más entre chisme va y chisme viene, de boca en boca y de vieja en vieja, entre dires y diretes; decían que llevaba días desaparecido y que el viejo pícaro, de unos setenta años avanzados de edad había conocido a una cuasi cuarentona y había huido del pueblo con ella.
El párroco calló a las viejas en un llamado de atención y la procesión dio inicio sin la guía de Antonio.
Estaba oscuro y el recorrido era largo, caminamos entre tumbas y panteones, casi a oscuras y a la sola luz de las velas y antorchas que llevaban las feligresas. Todas oraban fuerte y a cantito acelerado, casi que no se les entendía nada de lo que decían y hasta parecían poseídas como queriendo hablar en lenguas. Cada tanto alguna se emocionaba y gritaba el nombre de algún que otro santo, para luego entrar en llanto desconsolado. Ya llegando al final del recorrido, nos encontramos en un sector medio abandonado, donde nuestras luminarias no eran suficientes contra la oscuridad.
El párroco por delante portando la cruz sujetándola con fuerza, por detrás las abuelas entre llanto, canto grito y oración y yo aferrada a las faldas de mi abuela como escondiéndome de algo porque me aterraba la escena.
- Cristo vive!!! -Grita el sacerdote de repente y por detrás las fieles a coro repiten la alabanza en voz potente.
-Ayudaaa, estoy vivo. Ayudaaaa!!!- se oyó un grito y una mano sucia asomó repentinamente por la fosa de una tumba vieja con la lápida partida.
El párroco largó la cruz al suelo y salió corriendo como quién ve un fantasma, levantándose la sotana para no enredarse y caer. La mitad de las viejas se desmayaron, casi que se mueren del infarto y yo, para nada valiente, quedé invadida por la parálisis. Solo mi abuela no atinó a correr, ni a desmayarse y movida por su curiosidad y su fe, se acercó a socorrer al aparente difunto resucitado que pedía auxilio. Al grito de “Cristo resucitó”, tomó una escalera que estaba tirada cerca de la tumba y se la acercó a su señor para que saliera.
¡Cuando al fin salió, oh! ¡Sorpresa! para los pocos que habíamos quedado. Era Antonio el sepulturero, quién hacía días había caído descompensado al hueco, mientras arreglaba el cementerio... Su desaparición nada tenía que ver con la aventura romántica de la que se hablaba, ni mucho menos era Cristo resucitado, como creía mi abuela.
La tinta del caos
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