Intento determinar en un profundo examen de conciencia la razón por la que mi apetito se activara exageradamente antes de finalizar el ocaso.
Solo recuerdo que salí abruptamente de mis aposentos y tomé mi celular, que se encontraba en una mesa, en la que también se hallaban mis fotos y varios floreros con rosas y jazmines, cuyos pétalos habían caído de su sépalo hacía ya varios días.
Mi estado mental era confuso, no conseguía ni siquiera reconocer mi habitación, supongo que el estado de somnolencia en el que aun me encontraba me mantenía en una especie de trance que me hacía delirar en mis observaciones del extraño entorno. En fin, todos los objetos que me rodeaban eran míos, en conclusión, definitivamente era mi dormitorio.
El estómago me hacía ruido, más bien parecía un alarido, como si mis tripas no hubiesen probado bocado durante días. Con el celular en mano, abrí mi cuenta de una de mis redes sociales y a modo de chiste publiqué, en mi estado, sobre mis antojos de devorarme una delicia.
Varios de mis amigos que vivían a cientos de kilómetros de distancia, casualmente se encontraban en las cercanías de mi pueblo, inmediatamente al leer mi muro, me ofrecieron un festín. Sacando provecho de la situación manifestaron sus ansias por conocerme y qué mejor ocasión que esa.
Por su parte mi estimado compañero de lecturas, Ruben, a quién le apasionaban tanto las historias de Edgar Allan Poe, tanto como a mí, también leyó mi publicación y los consecuentes comentarios y acudió a mi encuentro para ayudarme a organizar el dichoso festín.
Sin ninguna duda llevaría el compilado del gran maestro Poe, traducido por Córtazar, para que disfrutáramos de una buena lectura grupal durante la velada.
Con todos los detalles cuidadosamente preparados. Alrededor de una mesa, con un blanco mantel adornado con puntillas, unas cuantas velas negras para hacer más placentera la noche y un buen trago borgoña, cosecha '50 de la bodega de mi amigo, nos dispusimos a esperar la llegada de la hora 00:00 del domingo de pascuas en la que todos nuestros colegas se levantarían de sus tumbas y llegarían a mi cripta a participar de la cena.
Llegada la hora los comensales estábamos ya reunidos disfrutando de los cuentos de Poe y finalmente el delivery golpeó a mi puerta.
Mis amigas Dayana, Yamila y mi fiel confidente Ricardo llegaron al fin. Sorprendidos por la escena, los encerramos en el panteón y disfrutamos de sus carnes hasta el último hueso, esa noche en el cementerio, con los vampiros de Poe.
La tinta del caos
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